Digo primero que no tiene nada épico ser testigo de la destrucción de un país. En especial para quienes que hemos tenido la suerte de conocer y admirar las ruinas de sociedades pasadas.
Nadie queda indiferente a los pies de la pirámide de Teohitihuacán, lugar sagrado pisado hoy por centenares de visitantes de domingo. Asimismo, en la pirámide de Aztalan, a medio camino de Madison y Milwaukee, cuyos vestigios han sido limpiados de hierba para comodidad de los turistas. O en la antigua ciudad de Jerusalén dónde hoy el remanente del Templo de Salomón está iluminado día y noche para recibir a personas piadosas que lloran aún su pérdida.
En lugares como esos, contemplamos con asombro los vestigios y buscamos reflexionar sobre cómo sería la vida cuando estos lugares tenían energía y propósito.
No son reflexiones tristes, porque uno las visita como turistas. El tiempo ha matizado el desastre que causó su ruina. Y aunque lo que queda son ruinas que cuentan una historia de cuando esas cosas fueron notables; nadie cuenta la forma en que cayeron en silencio.
“No había ninguna razón, no es realmente”, nos decimos unos a otros. “Estas cosas pasan. Nada es para siempre; y nadie tiene la culpa. Es sólo la forma del mundo.
Es como la gran cabeza olmeca que se encuentra en el jardín del Field Museum de Chicago. Cabeza monumental pero muda e impotente ante el niño incontinente que la usa como improvisado baño. No hay nada que hacer al respecto. Estas cosas no se pueden detener. Ellos simplemente son.
Y aunque nunca pensé escribir esto… Esto es lo que la gente dirá dentro de cien años, mil años acerca de Caracas, Venezuela. O tal vez sobre Maracay, Valencia o Maracaibo. Grandes y sofocantes ciudades de América del Sur con sus centros comerciales, grandes autopistas y rascacielos y estadios colosales.
Cuando los arqueólogos del futuro draguen las aguas del Caribe y encuentren los restos de barcos hundidos para ponerlos en exhibición en los museos del futuro, los turistas dirán: ‘No había nada que pudiera haber hecho Venezuela se negó a sí misma —y desapareció— es el curso de las cosas”.
Pero no tendría por qué ser así, pero ocurre que Venezuela, una de las naciones más queridas por los latinoamericanos (hubo una vez que todos ambicionaban vivir allí), poco a poco, y de forma muy evidente, Venezuela se muere; y es una agonía que ha durado más de veinte años.
Ver sucumbir un país no es algo que sucede a menudo. Podríamos suponer que debería ser algo rápido, brutal y sorprendente; como el bombardeo de ayer contra Alepo en Siria o la tragedia milenaria que hizo que los mayas abandonaran
Chichen Itzá.
Sin embargo, después de esos acontecimientos los pueblos, las ciudades, las personas se recuperan. Reconstruyen y se reconcilian. Buscan justicia, reparan y quizás perdonan.
Pero eso no parece ocurrir en Venezuela, aquí no parece haber reconciliación posible. Al contrario se vive una suerte de suicidio nacional que toma la forma de un proceso más largo pero inexorable.
Un camino en que toma lugar una mala idea sobre otra, sobre otra y otra; y luego otra y otra más, y las ruedas que mueven Venezuela comienzan a rodar más y más lentas; y por ejemplo el óxido cubre fachadas ufanas que una vez inspiraron y acogieron exiliados de América del Sur.
En Venezuela no hay bando de los “chicos buenos”. Una antipática “oposición liberal” se enfrenta a una mal llamada “revolución socialista”, que poco tiene que ver con el socialismo humanista de José Martí, Jacobo Arbens o Bob La Follete.
Es una revolución fría y enojada. Que ha utilizado el odio como estrategia política. Donde la ley se utiliza para dividir y conquistar y el reglamento se utiliza para castigar.
Mientras, la corrupción hace sangrar Venezuela gota a gota, llenando las albercas de una línea sucesiva de burócratas antes de ser destruidos, sólo para ser reemplazados, y otra vez.
Escuchar al gobierno y a “las oposiciones”, sí en plural, porque no hay consensos en Venezuela por estos días, es un atiborrado de frases atropelladas de resentimiento y excusas. “No deberías hacer eso, y punto”; “Esa ley no funciona”; “Esta elección/revocatorio no traerá libertad”, “Lo que intentas no traerá prosperidad, y la única igualdad que encontrarás será en la línea para comprar el pan”.
El camino al infierno está plagado de buenas intenciones. El problema en Venezuela es que cuesta discernir siquiera las buenas intenciones pues la competencia hacia la destrucción de una sociedad ha empezado y no hay sanador arawako, caribe o yanomamö que pueda arreglar el alma de una nación preciosa que casi ha desaparecido.
Hace años que en Venezuela no se puede hablar de cohesión social; unos se aferran a su revolución; otros se encabritan sin haber construido una alternativa posible.
No, no hay nada épico o heroico aquí; ser testigo de la ruina de un país es un asunto triste. Y está es una de las grandes tragedias de la que pocas personas están hablando de forma franca.