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Si escribo “frontera” ¿qué te imaginas? Quizás la imagen del inmenso cielo celeste del desierto o tal vez llanuras ásperas de cardos, tal vez el curso sinuoso y oscuro de un río que busca el Golfo o la típica efigie de una barrera enorme. Esa imagen no tiene nada de malo, excepto que para la mayoría de los “wisconsonites” esa imagen es el principio y final de la historia hispana en Estados Unidos.
Sin embargo, nuestra narrativa de “frontera” va mucho más allá del Río Grande.
Con las recientes audiencias públicas sobre una seguidilla de propuestas anti-migrantes, uno puede reconocer en los argumentos de quienes las apoyan de buena fe que el debate político está sobresaturado por historias de inmigrantes, historias unidimensionales que ignoran la complejidad latina. En efecto, estas historias no representan adecuadamente la situación demográfica latina en su conjunto.
Pero esa actitud natural de sobre-simplificar para entender procesos complejos hace difícil vencer la idea equivoca que los hispanos están conectados entre sí por raza; en vez de por entorno social similar o afinidades electivas.
Los 55 millones de hispanos son el 17% de la población de Estados Unidos, y sólo un tercio es nacido en el extranjero. Para la parte restante pareciera que sólo cabe la posibilidad de ser empáticos con las historias sobre inmigración pero que su quehacer pasa por el ajuste total a la vida americana.
Pero no, eso no es verdad. Hay una miríada de posibilidades y experiencias vitales entre el migrante recién llegado y la asimilación completa. Sin embargo esa diversidad es renuente de se visible.
Tiempo atrás un amigo, estudiante graduado en Minneapolis, me indicó que en ocasiones se sentía desconectado de la narrativa frontera porque él nunca la experimentó. “Yo nací en Estados Unidos”, me dijo en español. “Yo soy más americano que mexicano en ese sentido, pero soy más culturalmente mexicano, un chicano puro”.
Curioso, él es como los dos tercios de los nacidos en Estados Unidos son la mayoría pero en el Midwest no tienen visibilidad y mucho menos comprensión.
El problema no se deriva de la narrativa frontera en sí, sino de la forma en que se cuenta. Pero en la actualidad los latinos y latinoamericanos de Madison tienen el poder de cambiar la dirección de la narrativa frontera tanto para relacionarse más con sus desafíos cotidianos, como para que la población reconozca esa diferencia.
Más aún, este año se presenta una oportunidad, pues el pedagogo Oscar Mireles (Racine, 1955) ha sido reconocido como “Poeta Laureado de Wisconsin, 2016” y su trabajo precisamente busca visibilizar estas narraciones de frontera.
Las narrativas frontera tienen el poder de describir y analizar lo que significa vivir entre dos cosas, y por eso deben adaptarse a cada situación.
Justo ahora en Wisconsin hay una oportunidad de promover a escritores y artistas hispanos que visibilicen la diversidad y complejidad. Y quizás, ¿por qué no? demostrar que los hispanos con su carga de “historias de fronteras” son tan wisconsonitas como el “apple pie”.