La Opinión/New America Media ,
News Report, Francisco Castro.
LOS ANGELES–Caminando despacio – ayudada por un bastón y empujando un carro de compras con todas sus pertenencias – María Luisa Ayala llega a la mesa de distribución de alimentos en la iglesia de la calle Olvera en el corazón de Los Ángeles. Recibe su plato, se sienta en una silla y comienza a comer lentamente. “Esta comida está de perlas”, dijo tratando de contener las lágrimas.
Ayala, de 84 años, no tiene un hogar. Durante los últimos tres años, su casa ha sido un tramo de acera cerca de la esquina del Bulevar Washington y la Calle San Pedro, en las afueras del centro de la ciudad. Los rascacielos de Los Ángeles se pueden ver en la distancia desde allí, pero ella está en la parte más baja de la pila humana de “Lalaland”.
La vida en la vejez se ha vuelto agria para este anciana, cubierta con varias capas de suéteres y un gorro para contrarrestar el frío de esta tarde.
“No tengo familia, vivo sola”, dijo la oriunda de Jalisco, México, que vive en Estados Unidos desde hace 35 años.
Las punzadas del hambre en las calles
Al vivir en la calle, Ayala ha aprendido a estar vigilante todo el tiempo para mantenerse a salvo. También conoce las punzadas del hambre en un estómago vacío.
Es un sentimiento compartido por miles de otras personas en esta metrópoli.
Una de cada siete personas – aproximadamente 1.4 millones en el condado de Los Ángeles – experimenta inseguridad alimentaria, según el Banco Regional de Alimentos de Los Ángeles. Esto quiere decir que uno de cada seis de ellos no sabe de dónde viene su próxima comida.
El hambre afecta tanto a los ancianos como a los jóvenes, pero los mayores están especialmente en peligro. Doce por ciento (más de 850,000) de los 7.1 millones de personas que el Banco Regional de Alimentos sirve anualmente, tienen 65 años o más. De esos, en un reflejo de la población del condado, casi dos tercios (63 por ciento) son latinos.
“A pesar de la mejora de la economía, el condado de Los Ángeles tiene más personas con inseguridad alimentaria que cualquier otro condado en los Estados Unidos”, dijo Michael Flood, presidente y director ejecutivo del Banco Regional de Alimentos de Los Ángeles.
Pobreza y los hispanos de tercera edad
Estudios realizados por Stephen P. Wallace de la UCLA, PhD, muestran que se espera que el número de adultos mayores se duplique en 30 años. Pero el crecimiento más rápido será en ancianos de minorías.
Wallace, quien dirige el Centro Nacional de Coordinación de los Centros de Recursos para la Investigación del Envejecimiento de las Minorías – un centro financiado con fondos federales – dijo que los latinos, en especial, constituirán el 15.4 por ciento de los adultos en 2050.
Pero muchos de ellos carecerán de fondos para vivir una vejez digna.
Actualmente, entre las personas de 65 años o más que viven bajo la línea federal de pobreza, el 20.1 por ciento son latinos, dijo Wallace. Eso significa que estas personas están tratando de vivir con $11,880 dólares al año. Otro 31.6 por ciento está justo por encima de ese límite. Por lo tanto, más de la mitad de los hispanos mayores califican como pobres y casi pobres.
Los principales factores que contribuyen a los altos niveles de pobreza de los ancianos latinos son los trabajos mal pagados, la falta de empleo y beneficios sociales debido al estatus migratorio, y el alto costo de la vivienda, señaló Wallace, quien presentó sus hallazgos en la conferencia anual de la Sociedad Gerontológica de América en Nueva Orleans el mes pasado.
Si eres indocumentado, no recibes Seguro Social, ni Medicare ni ningún otro beneficio social, aunque muchos paguen impuestos por esos programas.
Eso hace que sea difícil pagar por las cosas, especialmente un techo sobre su cabeza, una ya pesada carga para la mayoría.
“La vivienda es el mayor gasto” para los adultos mayores en Los Ángeles, dijo Wallace, quien también preside el Departamento de Ciencias de la Salud de la Comunidad en la Escuela Fielding de Salud Pública de la UCLA.
El año pasado, el costo de alquiler mensual promedio para un apartamento de un dormitorio en Los Ángeles fue de $1,154 – uno de los niveles más altos del país – y calificar para los vales de alquiler subsidiados de la Sección 8 es casi imposible, dada la lista de espera de años.
Siendo que gran parte de sus ingresos va a la vivienda, queda poco para cualquier otra cosa. Muchos deben decidir si pagan su renta, pagan por medicinas o ponen comida en su mesa. Eso es perjudicial para su bienestar general.
“Es malo para su salud física y trae problemas psicológicos”, dijo Wallace.
Dependen de la ayuda de los demás
Bulah Anderson, quien dirige el programa de distribución de alimentos, dijo que esa es la razón por la que dan la comida.
“Esto les ayuda a mantener el dinero en sus bolsillos, tal vez sea $5 dólares, pero pueden usarlo para medicinas o para pagar cuentas”, dijo Anderson.
En la fila también esta Emma Zepeda. Cada semana, la salvadoreña de 63 años visita tres bancos de comida en esta área.
Zepeda vive con su esposo, Juan Bautista, de 67 años, quien es la única fuente de ingresos en el hogar. A su edad, Bautista todavía se dirige a un Home Depot en busca de trabajo todos los días. Él es un jornalero y el empleo no es seguro. Puede ser contratado para arreglar una cerradura u otros pequeños trabajos, pero los empleadores generalmente prefieren a los trabajadores más jóvenes.
Sin embargo, todo lo que gana lo lleva a la casa, mientras todavía la tienen.
Zepeda trabajó para una iglesia durante 10 años, pero no está recibiendo una pensión de jubilación u otros beneficios. El estado de inmigración de su esposo significa que tampoco recibe nada.
“No calificamos para nada, vamos a estas cosas a conseguir comida para que no nos muramos de hambre”, dijo.
Pero mientras al menos la comida está cubierta, la pareja ahora enfrenta un futuro incierto.
Ya no podían pagar la hipoteca y perdieron su casa. El banco ya la vendió y el nuevo propietario ha llegado a pedirles que se vayan.
Zepeda no sabe si tendrá un techo sobre su cabeza esta Navidad.
Francisco Castro es editor de ciudad del periódico La Opinión en Los Ángeles. Este artículo es el primero de una serie que ha desarrollado con el apoyo de las becas de Periodistas en Envejecimiento, un programa de New America Media y la Sociedad Gerontológica de América, patrocinado por la Fundación Silver Century.
Es jueves por la tarde y el Centro de Vida Familiar de la Iglesia Bautista Calvary en Pacoima, una zona del Valle de San Fernando, es una colmena de actividad.
Hay personas descargando cajas llenas de verduras, frutas, yogur y otros alimentos de un camión, para luego poner estos productos en mesas dispuestas en un semicírculo. Varias personas más – muchos de ellos adultos mayores – están al otro lado de la cerca; cargan bolsas y miran ansiosamente.
Todos los jueves a partir de las 2:00 pm, el Centro distribuye alimentos a las personas necesitadas. Aquí no se hacen preguntas sobre la situación migratoria, el nivel de ingresos o cualquier otra información personal.
Los adultos mayores van primero en la fila, personas como Rosa Orellana, de 76 años.
Después de llegar de El Salvador hace más de una década para ayudar a criar a sus nietos, Orellana no recibe ningún beneficio. Todo lo que tiene es Medi-Cal de emergencia, para necesidades básicas de salud.
Orellana dice que los tiempos son difíciles para toda la familia, y que a menudo tienen que recurrir a préstamos para pagar el alquiler y las utilidades.
Cualquier alimento que ella recibe en el banco de comida les ayuda a todos a llegar a fin de mes. “Esta es una gran ayuda porque no tenemos que ir a comprarla”, dijo Orellana. Añadió que su hija “no quiere que venga, pero veo la necesidad en la casa”.
Guillermo Carmona está entre los afortunados aquí. El hombre de 63 años oriundo de Guadalajara, México, se retiró después de trabajar para una fábrica que se mudó al país Azteca hace más de 20 años. Su único ingreso es lo que él y su esposa reciben del Seguro Social: poco más de $1,300 dólares al mes, aproximadamente el promedio de los ancianos en Estados Unidos.
Pero su hipoteca es de más de $1,000 dólares al mes. También debe pagar por servicios públicos y otras necesidades, lo que les deja con poco o nada dinero restante. Su hijo menor aún vive con ellos.
Carmona llega al centro de distribución de alimentos cada semana. También visita un banco de alimentos similar en otro día de la semana.
“La vida es tan cara, el dinero que conseguimos no es suficiente”, dijo Carmona. “Si no fuera por estos lugares, no lo lograríamos“.