La Navidad todavía no ha llegado, pero Verónica Olivares ya sabe cómo será: silenciosa, fría, sola.

En el norte de Wisconsin, cerca de Green Bay, el invierno no perdona. Las temperaturas están bajo cero, y el viento se cuela por las rendijas de las casas viejas como si buscara a quién terminar de quebrar. Verónica se envuelve en su abrigo —nuevo solo para ella, comprado de segunda mano— y se sienta en la orilla de la cama. Es el único regalo que se hizo esta Navidad. Todavía huele a otra vida, a otro cuerpo que alguna vez estuvo caliente.
Tiene 25 años, pero el cansancio le robó la juventud.
El cuarto que renta es pequeño: una cama, una silla, una mesa improvisada con cajas. En una esquina, sobre una repisa frágil, está La Virgencita de Guadalupe. Es lo único que trajo desde Oaxaca. Cada noche le prende una veladora y le habla en voz baja, como si no quisiera molestarla.
—Cuídalos —susurra—. No me los sueltes.
Cierra los ojos y su corazón viaja a Oaxaca, a la vida que dejó atrás. Allí están sus hijos. Samuel, de dos años, con diabetes severa. Los doctores dicen que puede mejorar, que hay tratamiento, que hay esperanza… pero la esperanza cuesta dinero. La diálisis en México es cara. Demasiado cara para una madre sola. Katalina, de cuatro años, tiene asma. Cada inhalador es un gasto imposible. Cada noche sin crisis es una oración contestada.

Verónica lo sabe con una certeza que quema: si no hubiera venido, su hijo podría morir.
Por eso se fue.
Los niños están con Doña Norma, su abuelita de 75 años, una mujer pequeña pero firme como la tierra. Todas las mañanas abre su puesto de comida en la plaza, aunque las piernas ya no le respondan como antes. Cocina para otros mientras guarda lo mejor para sus nietos. Su esposo, Don Eraclio, murió de cáncer hace cinco años. Desde entonces, Norma aprendió a resistir sin pedir nada.
Los hermanos de Verónica viven en la capital, luchando sus propias batallas. Nadie sobra. Nadie puede cargar con todo.
Por eso Verónica cargó sola.
Durante tres años ahorró peso por peso hasta juntar 3,000 dólares. El dinero de noches sin dormir, de comidas saltadas, de cansancio acumulado. Se los entregó a los coyotes como primer pago de un viaje que costaba 10,000 dólares. El precio de la frontera. El precio de la vida.
Durante el cruce hubo hambre, sed, oscuridad… y hubo algo más. El coyote y su compadre se aprovecharon de ella. Verónica no gritó. No lloró. Se apagó por dentro. Se dijo que su cuerpo no importaba, que el dolor pasaría. Su meta era más grande que el dolor. Si no llegaba, sus hijos sufrirían. Si no llegaba, Samuel podría morir.
Así que siguió caminando.

Ahora, en Wisconsin, el frío es otro enemigo.
De día limpia casas por 12 dólares la hora, cocinas donde otras familias celebrarán juntas. De noche trabaja en una fábrica ensamblando marcos de cuadros por 13 dólares la hora. El metal está frío. Sus manos también.
Le pagan cada quincena. Después de FICA y taxes, manda casi todo por Western Union. Las comisiones son altas, pero no hay opción. Cada envío cruza fronteras para convertirse en medicinas, diálisis, inhaladores, comida.
Hoy, en su bolso, apenas hay dinero para dos viajes más en bus. Su próximo cheque no llegará hasta fin de mes. En la cocina improvisada ya no queda arroz. Solo tortillas de maíz y frijoles. Eso será su cena. Su desayuno. Su comida mañana.

Junto a la puerta están las botas de nieve. No son nuevas. No brillan. Pero son suyas. La casera se las regaló. Tiene una hija de la misma edad que Verónica; ya no las usa porque le regalaron otras.
—A ti te van a servir más —le dijo, sin preguntas.
Verónica se las probó. Le quedaron exactas. Por primera vez desde que llegó, sus pies no sentirán el hielo directo del suelo. Afuera, el termómetro marca bajo cero. El frío no es metáfora. El frío quema.
Ese será su regalo de Navidad.
Mañana será Nochebuena. Harán videollamada. Verónica sonreirá. Cantará bajito. Mentirá con ternura.
—¿Cuándo regresas, mami? —preguntará Katalina.
—Pronto —dirá Verónica, como siempre.
Después colgará. Se sentará en la cama. Mirará a la Virgencita. Y llorará sin hacer ruido, porque incluso llorar gasta energía y mañana hay que trabajar.
Esta no es solo la historia de Verónica Olivares.
Es la historia de miles de mujeres invisibles que sostienen familias enteras desde cuartos fríos, turnos dobles y teléfonos rotos.
Si conoces a una Verónica, llámala. Escríbele. Búscala.
A veces una llamada no cambia la vida, pero cambia el día.
Y a veces, eso es todo lo que alguien necesita para no rendirse.
La Navidad aún no ha llegado.
Pero el sacrificio ya está aquí.

